En el año 1281, el filósofo y teólogo mallorquín Ramon Llull publicó Llibre de l’orde de cavalleria. En sus páginas, este prolífico autor describía el nacimiento de la caballería como resultado de un mundo falto de verdad, justicia y caridad, en el que los hombres luchaban entre sí con deslealtad y falsedad: «Y por eso se hicieron del pueblo grupos de mil, y de cada mil fue elegido y escogido un hombre más amable, más sabio, más leal y más fuerte, y con más noble espíritu, con más educación y mejores modales que todos los demás. Se buscó entre todos los animales cuál es el más bello y el que corre más y pueda sostener más trabajo, y cuál es el más conveniente para servir al hombre, y se le dio al hombre que había sido elegido entre mil hombres; y por eso aquel hombre se llama caballero«.
Cuando Ramón Llull publicó este libro, la figura del caballero llevaba años poblando con sus hazañas los libros de gesta y los relatos de aquellos trovadores medievales que deambulaban de pueblo en pueblo, de corte en corte, amenizando a las gentes con unas canciones que causaban la admiración y la envidia de aquel que las escuchara. Y no era para menos, ya que el caballero era «paradigma y modelo, y su emblema, un ejemplo permanente en el que debía verse reflejado el hombre que era movido por el interés de la consecución del más alto honor«, como asegura el medievalista Francisco J. Flores en el libro Del caballero y otros mitos (Editum, 2009).
El caballero, espejo de virtudes
Pero ¿qué valores eran esos que se presuponían a los caballeros y que, según Ramon Llull, sólo cumplía un hombre de cada mil? El primero de ellos, el coraje. “La función primera de los caballeros es combatir. No es de extrañar, pues, que la mayoría de las obras literarias medievales elogien las cualidades que se esperan de todo soldado: valentía, coraje físico y moral”, explica Jean Flori en su obra Ricardo Corazón de León (Edhasa, 2002). Un buen ejemplo lo encontramos en Roldán, el héroe dispuesto siempre a emplear su espada para granjearse el amor del rey y que, como cuenta La Chanson de Roland o Cantar de Roldán, se negó a tocar el cuerno para pedir ayuda a su retaguardia, que quedó de esta forma exterminada.
¿Fue Roland un temerario o, aún peor, un soberbio por no querer ayuda? Según la mentalidad imperante entonces no, ya que era común que un caballero jurara ante Dios no retroceder un paso ante el sarraceno en el campo de batalla. No debe extrañarnos, por lo tanto, que en la batalla de Hastings, en el año 1066, un juglar envalentonase a los caballeros normandos cantándoles las gestas de Roldán, antes de su enfrentamiento contra los anglosajones del rey Harold. O que, por esa cultura del valor a toda costa, los príncipes y reyes se fueran involucrando cada vez más como jefes guerreros y no sólo como estrategas, dando ejemplo a sus soldados de un coraje sólo reservado a las élites.
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