
El Babalí dibujado por Marino Benejam en el TBO y el Baloo escrito por Rudyard Kipling en El libro de la selva tienen una cualidad en común: son arquetipos del guía nativo que introducen al recién llegado a tierra ajena en un modo de estar, de ser y de vivir distinto al de su país de origen. Babalí es, como Baloo, bienintencionado y alegre, despreocupado por su imagen personal y por el qué dirán, centrado siempre en la necesidad de aquél a quien sirve y desapegado de toda solemnidad. Baloo y Babalí tienen la rara habilidad de reparar los daños involuntarios causados por el imperio de la autoridad y la no menos apreciable capacidad de hallar caminos que rodeen ciertas dificultades quizá objetivas pero a menudo causadas por las ganas de complicarse la vida que el imperativo de la autoridad suele mostrar. Ambos encarnan por cierto una recomendación de la Ley Scout a menudo olvidada ante otras más grandilocuentes, y que es “el scout sonríe y silba ante las dificultades”. Akela, Bagheera y Baloo se incorporaron al movimiento scout cuando fueron organizadas las unidades infantiles de lobatos y con ello quedaron unidos para siempre el simbolismo masónico, el espíritu caballeresco y la voluntad descubridora en las tres unidades fundamentales en que se expresa el escultismo. El pequeño lobato que se inicie en el movimiento será acogido y guiado, aun hoy, por uno de los tres líderes de la manada, trasuntos de las tres luces de la logia, llamado precisamente Baloo, del mismo modo que el aprendiz será instruido tras su iniciación por el Segundo Vigilante.
No es fácil ser Baloo ni Babalí porque si saber ver es tarea ardua, más lo es enseñar a aprender a ver. El universo simbólico que constituye la logia es un país desconocido que permite ser descubierto, reclama ser explorado y exige el aprendizaje de una nueva manera de vivir en tierra extraña. Y esa tierra es extraña porque, por más que el candidato a la iniciación masónica conozca de antemano poco o mucho de la logia y sus símbolos su introducción en ella es una situación que no se da en la vida civil convencional
La peculiaridad que tiene la decisión de hacerse iniciar en masonería es que la insensatez que ello supone está compuesta del material con el que se forman los mejores sueños. Y hablo de insensatez porque en todos los campos de la vida uno suele cuidarse de conocer bien lo que le espera tras la toma de una decisión. No es así en masonería: al candidato a la iniciación se le reclama un acto de confianza que no le sería exigible en ninguna otra actividad humana, y él se entrega a la decisión asumida con plena consciencia, o por lo menos un poco, de que tan grave decisión que desemboca en un juramento solemne va a ser tomada en plena ignorancia de cualquier otra cosa que no sea saber que nada de lo que será objeto de juramento o promesa repugnará a su cualidad humana y cívica.
Se dirá lo que se quiera pero cuando un profano llama a las puertas del templo lo hace sin tener la menor idea de lo que va a representar su entrada en masonería. Por más materiales que haya leído, por más ilustrativas que hayan sido las conversaciones mantenidas con masones con los que haya contactado, solamente la vivencia personal le puede conceder plena conciencia de lo que el trabajo constructivo masónico se trata. Y es así como debe ser: un camino, una experiencia, una circunstancia, son iniciáticos no porque puedan pertenecer a una tradición, no porque se hayan mantenido a lo largo del tiempo a causa de su transmisión de una persona a otra, ni siquiera porque hagan referencia a lo simbólico, lo sagrado o incluso lo numinoso. No; una cosa es iniciática por el hecho de que no puede ser comprendida más que:
- Por haberla vivido de primera mano y haber hecho su experiencia de modo personal, íntimo e intransferible. La experiencia iniciática es exactamente igual que la persona humana: única, singular e irrepetible, porque únicos e irrepetibles somos los humanos en la singularidad de cada individuo.
- Porque después de la experiencia la vida ya no vuelve a ser la misma que fue; existe en la iniciación una semilla potencialmente transformadora. Esa transformación no es religiosa ni tiene origen externo a la mente humana sino que forma parte del “equipo de serie” con el que venimos al mundo: en toda bellota reside un roble, que puede dar origen a un árbol frondoso o bien terminar en el estómago de un cerdo bien alimentado.
- Porque experiencia fehaciente y transformación latente impulsan al ser humano a actualizar el potencial que conduce a la realización. Y eso también forma parte del “software” personal. El impulso puede interrumpirse o frustrarse pero el hecho de la iniciación habrá, siquiera sea por instantes, días o meses, abierto ante la vista del iniciado la posibilidad de ser quien de verdad podría llegar a ser.
La iniciación masónica no es un sacramento y por eso no imprime carácter ni produce transformaciones ex opere operato, la iniciación masónica es transformadora y consistente porque su experiencia personal y directa es lo único que puede dar cuenta de ella; ni el ritual, ni la ceremonia, ni un texto, ni un símbolo pueden conferirla y de hecho, todos estos elementos mencionados, que forman parte de la misma, son únicamente mediaciones. Mediaciones entre la experiencia directa del hecho iniciático y la conciencia de quien la experimenta.
Mares de tinta recogen la afluencia de los miles de ríos de insensatez escrita y hablada sobre lo que la iniciación es o puede significar. Y, cosa curiosa, el concepto de iniciación podría ser comprendido de una manera muy sencilla, de acuerdo con su etimología: in-ire, es decir, entrar. Entrar, ¿dónde? Entrar en el interior de las cosas, del mundo y del devenir más allá de la apariencia de la superficie que vela, disimula y engaña. Entrar, ¿hasta dónde? Entrar hasta el punto y el lugar en el que la realidad se revela Tal Cual Es de modo que la estupidez que usamos para defendernos a nosotros y defender lo que consideramos nuestro se derrumba para dar paso a la visión de Lo Que Es.
La tarea del Segundo Vigilante no consiste pues en simplemente ilustrar al aprendiz sobre posibles significados atribuibles a los símbolos de la logia sino servirle de guía nativo para aprender a vivir en su nuevo país. Toda iniciación auténtica es autoiniciada (y si no es así no es iniciación) porque nadie puede hacer una experiencia en lugar de uno mismo. De ahí lo bondadoso del talante de Baloo: es consciente de la peculiar situación en que se encuentra el aprendiz, no puede masticar el nuevo alimento en su lugar y sobre todo no le está permitido imponerle interpretación dogmática alguna de los símbolos. Si así fuera bastaría con un cuaderno instructivo a memorizar y a asimilar, pero el aprendiz necesita tener a su lado a un hermano, a alguien que deberá, o no únicamente, mostrarle maneras de considerar lo simbólico sino a una persona que le podrá servir de ejemplo. Para ello el Segundo Vigilante debe ser tan humilde y eficiente a la vez como el africano Babalí, tan asequible y alegremente atento como el oso Baloo, porque la solemnidad y la excesiva seriedad son la sal que deja exhausto el delicado terreno de lo iniciático que demanda ser cultivado con cuidado y esperanza. El Segundo Vigilante es confiado y alegre porque sabe que todos juntos en logia estamos tratando con algo muy característico de la condición humana y muy delicado por cierto, que es la estupidez.
Cuando el candidato a la iniciación es recluido en la cámara de reflexión para pasar la prueba de la Tierra observa una advertencia inscrita en su pared: “Vigilad y perseverad”. Tal admonición deberá ser tenida en cuenta durante todo el sendero iniciático pues no es una mera indicación procedimental sino una actitud ante la vida y las cosas. Cuando el aprendiz haga su primer trabajo con la maza y el cincel se dará cuenta de que es la perseverancia persistente representada por aquél y la vigilancia en la rectitud de intención representada por éste las virtudes que deberá aplicar a su empeño. Pero la vigilancia requerida es la prevención imprescindible ante esa oculta tentación de la estupidez petulante y la tontería temeraria que se esconden siempre en las sombras de la propia personalidad no esclarecida.
Se suele olvidar que la imagen que ilustra esa admonición es un gallo, símbolo del despertar temprano y de la sensibilidad a la luz del sol naciente, pero igualmente sujeto propicio al despliegue de la vanidad en la exhibición de cresta, plumaje y espolones, de modo que su arrogancia en el porte señala una vía directa que le conduce a la cazuela, para más inri en tiempos del solsticio de invierno, magna celebración del San Juan masónico de esa estación astronómica. Es por eso que la mencionada inscripción mural que vemos cuando nos encontramos en la prueba de la Tierra, instándonos a la vigilancia y la perseverancia, no sólo es un consejo prudente sino la advertencia tanto de un riesgo como de un destino: el riesgo de la arrogancia que conduce a ser devorado por la estupidez (la propia y la de los comensales reunidos para dar buena cuenta de la vianda) y el destino nobilísimo de todo gallo de raza que se precie: terminar asado para servir de alimento a quien necesita nutrirse, de modo que bien está lo que bien acaba (los sabios sufíes Rumí y Shams de Tabriz equiparan la realización espiritual y el cumplimiento del Ser a un proceso culinario en el que el buscador se asa a fuego lento hasta su total transformación).
Pero eso sucede en todas partes y con todas las actividades humanas. Las aspiraciones más altas de las gentes no suelen estar libres de cierta arrogancia que les lleva a ser devorados en el gran banquete del mundo, del mismo modo que el pavimento mosaico de la logia nos recuerda que el infierno está empedrado de buenas intenciones y que cuando caminamos sobre una superficie que ha sido construida por otros debemos tomar la precaución de comprobar el estado del pavimento para no tropezar con una baldosa mal ajustada y caer de bruces.
De ahí la aparente despreocupación cantarina de Baloo al mostrar que la vida es danza y el optimismo de Babalí que avanza persistente por la senda del explorador (actitud que nos recuerda la marcha del aprendiz, que no es un avance solemne y marcial sino una progresión tentativa, exploratoria y flexible). La actitud alegremente esperanzada y la alegría contagiosa es el antídoto a aplicar cuando las tenidas acaban pareciendo misas, los hermanos que decoran las columnas se visten como señores que asisten a un bautizo antiguo y los oradores que intervienen en los trabajos olvidan añadir “en mi modesta opinión y puedo estar equivocado” a sus intervenciones.
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